Dr. Baldo Kresalja Rossello
Especialista en Propiedad Intelectual.
No cabe duda que quienes producen bienes, los comercializan o prestan servicios tienen una primera opción que es tanto utilizar un signo distintivo o abstenerse de hacerlo, la misma que se encuentra fuera de todo marco legislativo, pues en nuestro país y en la Comunidad Andina de naciones no existe disposición alguna que obligue a imponer una marca determinada a los bines o servicios. En la práctica, además, existen muchos productos y no pocos servicios carentes de signo distintivo.
Pero, de otro lado, el empleo de signos distintivos y de marcas en general constituye una exigencia estructural del modelo de economía de mercado, la que se manifiesta como una realidad compleja, pues viene a satisfacer una variedad de intereses. Tenemos, así, el interés del empresario en formar una clientela a través de la debida diferenciación de sus ofertas; el interés de los consumidores, de modo que puedan adquirir aquel producto o servicio realmente satisfaga sus necesidades y expectativas; e, incluso, el interés del Estado, ya que la adecuada diferenciación de las ofertas favorece el desarrollo económico y cultural, redundando finalmente en beneficio del interés general.
Tal como señaló, hace ya varias décadas, el distinguido profesor de Derecho Mercantil de la Universidad de Génova Mario Casanova, “la posición preeminente que las normas jurídicas reguladoras de los signos distintivos ha adquirido en la disciplina de la competencia tiene su razón de ser en el hecho de que quien ejerce el comercio puede conservar y aumentar su clientela diferenciando de las demás tanto la hacienda o actividad que dirige como los objetos que produce o los productos que vende. Sin distinciones netas que individualicen a los comerciantes y a sus haciendas, se hace irregular y caótico el derecho económico de las empresas, produciendo frecuentes y peligrosos desequilibrios incompatibles con un ordenado progreso técnico. Sin tales distinciones claras que le permitan utilizar plenamente la experiencia adquirida, no puede el público asumir la función seleccionadora que le incumbe en el campo de la competencia.
En tal sentido, la marca elegida por un comerciante para distinguir los productos o servicios que ofrece de aquellos productos o servicios ofrecidos por sus competidores, constituye un instrumento importantísimo en la vida empresarial, pues refuerza la posición y la presencia de ese comerciante en el mercado. Por eso la utilización de signos mercantiles – nombre y marcas – se han convertido en una necesidad del tráfico.
Sin embargo, la marca no puede ser definida únicamente en razón a los productos o servicios que identifica o a dicha capacidad distintiva. Ello significaría circunscribirla a un plano estrictamente teórico. La marca – como signo vivo y operante – debe tomar en cuenta el ambiente donde se desenvuelve, esto es, el propio mercado. Así, para que una marca alcance efectivamente dicha distintividad, es necesario que esta función se verifique en el mercado, en el mismísimo circuito comercial, que es realmente donde los consumidores podrán diferenciar si los productos o servicios son realmente los que ofrece tal o cual empresario. En tal sentido, sólo en el mercado la marca llega a ser tal, y es sólo ahí donde los consumidores consolidan la unión psicológica signo-producto/servicio.
Resulta así insustituible como medio identificador de los resultados de la actividad empresarial. Pero hay que advertir que la protección jurídica hace relación a valores presuntos cuya verificación no forma parte de su finalidad.
Cuando esa consolidación es aprehendida por los consumidores es cuando podemos afirmar que nos encontramos frente a una verdadera merca o producto o servicio, según el caso. Sin embargo, previamente a que se produzca dicha consolidación resulta necesario que la marca haya sido posicionada adecuadamente en el mercado. Sólo así los consumidores podrán tomar conocimiento de la misma y se producirá la asociación antes comentada. Y una vez que las marcas se encuentran presentes en el mercado, entrando en contacto con el público consumidor, es que llegan a constituir un vehículo fundamental de la competencia.
Como es lógico, estas consideraciones son tomadas en cuenta por la ley y por los tribunales para determinar el ámbito de protección que debe brindársele a un signo distintivo. Es por ello que en una economía de mercado el uso para tener valor “debe haber sido de una intensidad tal que haga generado clientela”, afirmación pacífica más allá del contenido impreciso que pueda tener éste concepto en determinadas circunstancias.
Todo ello pone de manifiesto que la extensión del derecho sobre la marca es de gran importancia, pues en ella están interesados no sólo su titular, sino también y en diversa proporción los consumidores, los competidores y el Estado mismo. Y es justamente esta multiplicidad de interesados lo que confiere a este asunto una complejidad que obliga a poner límites al carácter absoluto del derecho del propietario de la marca.
Especialista en Propiedad Intelectual.
No cabe duda que quienes producen bienes, los comercializan o prestan servicios tienen una primera opción que es tanto utilizar un signo distintivo o abstenerse de hacerlo, la misma que se encuentra fuera de todo marco legislativo, pues en nuestro país y en la Comunidad Andina de naciones no existe disposición alguna que obligue a imponer una marca determinada a los bines o servicios. En la práctica, además, existen muchos productos y no pocos servicios carentes de signo distintivo.
Pero, de otro lado, el empleo de signos distintivos y de marcas en general constituye una exigencia estructural del modelo de economía de mercado, la que se manifiesta como una realidad compleja, pues viene a satisfacer una variedad de intereses. Tenemos, así, el interés del empresario en formar una clientela a través de la debida diferenciación de sus ofertas; el interés de los consumidores, de modo que puedan adquirir aquel producto o servicio realmente satisfaga sus necesidades y expectativas; e, incluso, el interés del Estado, ya que la adecuada diferenciación de las ofertas favorece el desarrollo económico y cultural, redundando finalmente en beneficio del interés general.
Tal como señaló, hace ya varias décadas, el distinguido profesor de Derecho Mercantil de la Universidad de Génova Mario Casanova, “la posición preeminente que las normas jurídicas reguladoras de los signos distintivos ha adquirido en la disciplina de la competencia tiene su razón de ser en el hecho de que quien ejerce el comercio puede conservar y aumentar su clientela diferenciando de las demás tanto la hacienda o actividad que dirige como los objetos que produce o los productos que vende. Sin distinciones netas que individualicen a los comerciantes y a sus haciendas, se hace irregular y caótico el derecho económico de las empresas, produciendo frecuentes y peligrosos desequilibrios incompatibles con un ordenado progreso técnico. Sin tales distinciones claras que le permitan utilizar plenamente la experiencia adquirida, no puede el público asumir la función seleccionadora que le incumbe en el campo de la competencia.
En tal sentido, la marca elegida por un comerciante para distinguir los productos o servicios que ofrece de aquellos productos o servicios ofrecidos por sus competidores, constituye un instrumento importantísimo en la vida empresarial, pues refuerza la posición y la presencia de ese comerciante en el mercado. Por eso la utilización de signos mercantiles – nombre y marcas – se han convertido en una necesidad del tráfico.
Sin embargo, la marca no puede ser definida únicamente en razón a los productos o servicios que identifica o a dicha capacidad distintiva. Ello significaría circunscribirla a un plano estrictamente teórico. La marca – como signo vivo y operante – debe tomar en cuenta el ambiente donde se desenvuelve, esto es, el propio mercado. Así, para que una marca alcance efectivamente dicha distintividad, es necesario que esta función se verifique en el mercado, en el mismísimo circuito comercial, que es realmente donde los consumidores podrán diferenciar si los productos o servicios son realmente los que ofrece tal o cual empresario. En tal sentido, sólo en el mercado la marca llega a ser tal, y es sólo ahí donde los consumidores consolidan la unión psicológica signo-producto/servicio.
Resulta así insustituible como medio identificador de los resultados de la actividad empresarial. Pero hay que advertir que la protección jurídica hace relación a valores presuntos cuya verificación no forma parte de su finalidad.
Cuando esa consolidación es aprehendida por los consumidores es cuando podemos afirmar que nos encontramos frente a una verdadera merca o producto o servicio, según el caso. Sin embargo, previamente a que se produzca dicha consolidación resulta necesario que la marca haya sido posicionada adecuadamente en el mercado. Sólo así los consumidores podrán tomar conocimiento de la misma y se producirá la asociación antes comentada. Y una vez que las marcas se encuentran presentes en el mercado, entrando en contacto con el público consumidor, es que llegan a constituir un vehículo fundamental de la competencia.
Como es lógico, estas consideraciones son tomadas en cuenta por la ley y por los tribunales para determinar el ámbito de protección que debe brindársele a un signo distintivo. Es por ello que en una economía de mercado el uso para tener valor “debe haber sido de una intensidad tal que haga generado clientela”, afirmación pacífica más allá del contenido impreciso que pueda tener éste concepto en determinadas circunstancias.
Todo ello pone de manifiesto que la extensión del derecho sobre la marca es de gran importancia, pues en ella están interesados no sólo su titular, sino también y en diversa proporción los consumidores, los competidores y el Estado mismo. Y es justamente esta multiplicidad de interesados lo que confiere a este asunto una complejidad que obliga a poner límites al carácter absoluto del derecho del propietario de la marca.
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